Con Umberto
Eco en Caracas; por Tulio Hernández
Por
Prodavinci | 22
de febrero, 2016
EL BLOG OPINA
Así es la vida, las cosas suceden sencillamente porque así deben suceder. Una experiencia que los protagonistas recordarán hasta el fin de sus días. Imposible imaginar con antelación como saldrán las cosas de este calibre ante la responsabilidad que implica el tamaño de semejante compromiso. Afortunadamente todo marchó sobre rieles y por ello no dejamos de pensar que la suerte, (la que siempre está en juego) estaba del lado correcto.
Camino del
Aeropuerto Internacional de Maiquetía a buscar a Umberto Eco para trasladarlo a
Caracas. Marianella Montenegro y el autor de estas líneas, por entonces una
pareja de recién casados, conversábamos sobre
la curiosa situación de disponerse a recibir a un autor consagrado,
una leyenda viviente de la literatura y del pensamiento, cuyos libros habíamos
leído con reverencia desde muy jóvenes. En un rato lo tendríamos frente a
frente. ¿De qué hablaríamos? ¿Cómo evitar caer en el lugar común de decirle,
por ejemplo, cuánto nos habían gustado
El nombre de la rosa o Apocalípticos e integrados?
Pero las
circunstancias en las que nuestro italiano se presentó lo facilitaron todo.
Habíamos arreglado que fuera recibido en la sala VIP del aeropuerto y así se lo
habíamos notificado. Pero Eco −luego constataríamos que era un distraído− tomó por los caminos normales, hizo las colas
de cualquier vecino para recibir los sellos en el pasaporte y se hallaba
perdido.
Umberto Eco
más allá del bien y del mal; por Boris Muñoz 320En la sala donde le
aguardábamos entró el nerviosismo. Pensamos que no había llegado en el vuelo de
Aerolíneas Argentinas, hasta que se nos ocurrió ir a buscarlo en las cintas de
equipajes. Y allí lo conseguimos. Un tanto despeinado y desvalido, con una
parte de la camisa por fuera del pantalón, un tanto preocupado porque su
equipaje aún no había llegado. Le dimos la bienvenida y lo calmamos
informándole que la maleta ya estaba en la Sala VIP donde un grupo de
periodistas aguardaba para entrevistarlo.
Pero
nuestro invitado no quería declarar a la prensa.
La noche
anterior, su casa en Turín había sido agredida por unos grafitis que decían
algo así como: “¡Eco, si no quieres ser italiano, vete del país ya!”. Era la
respuesta a unas declaraciones dadas en Buenos Aires en las que había expresado
su malestar y su vergüenza porque un “miserable” como Berlusconi se perfilaba
como nuevo Jefe de Estado de la República italiana. Un periodista las había
tergiversado y lo había puesto a decir que “dejaría la nacionalidad italiana si
Berlusconi ganaba las elecciones”.
Así que,
sin más, decidimos irnos directamente al hotel en Caracas. El viaje se hizo
rápido. No había cola en la autopista y, además, Eco resultó ser un animado
conversador, agradable y llano, que hablaba un buen castellano y fluidamente
inglés y francés. Nos habló de su viaje a Buenos Aires, su aprehensión sobre el
mal periodismo y, con sinceridad, confesó que de Venezuela sólo conocía del
proyecto de integración de las artes de Carlos Raúl Villanueva. Nada más.
♦♦♦
Como lo
hizo hasta el final de sus días, Umberto Eco publicaba desde hace muchos años
una columna semanal en la revista L’Espresso. Había aprovechado el largo viaje
desde Argentina para escribir la de esa semana en esa novedad del momento
llamada laptop y necesitaba conectarse a Internet para enviarla con urgencia.
Allí
comenzó otro episodio.
Aunque era
la mejor del hotel, la habitación no tenía conexión a la línea telefónica para
internet. El WiFi aún no había aparecido en el horizonte tecnológico. Pedimos
ayuda urgente. El gerente mismo del hotel se hizo presente ofreciendo sus
excusas. También el jefe de mantenimiento. Intentaron por diversos medios, pero
la conexión fue imposible.
La laptop
de Eco era un dispositivo especial que no tenía acceso para diskette, así que
la única opción era imprimir el texto y enviarlo vía fax. Lo intentamos pero,
como eran las cosas en aquel 1994, las impresoras del hotel no eran compatibles
y el asunto empezó a ponerse escabroso. Si el artículo no llegaba antes de las
doce de la noche a la redacción en Roma no entraba a imprenta. Eco estaba
angustiado. Necesitaba aclarar su declaración de Buenos Aires.
Para hacer
el cuento breve, tuvimos que irnos a mi oficina ubicada relativamente cerca, en
Parque Central, llamar a uno de mis amigos “high tech” quien trabajó más o
menos dos horas hasta que logró imprimir y enviar el texto a Italia.
Bienvenido
a Venezuela.
♦♦♦
Junto al
arquitecto Rocco Mangieri, quien había sido su alumno en Italia, habíamos
organizado la visita. Para entonces yo presidía Fundarte, la organización
cultural de la Alcaldía de Caracas. Eco dictaría una conferencia para la
Cátedra Permanente de Imágenes Urbanas que recién habíamos inaugurado con una
clase magistral del antropólogo argentino-mexicano Néstor García Canclini,
aclamado por entonces gracias a la publicación de su best-seller Culturas
híbridas.
La
conferencia había sido programada inicialmente en la Sala Ana Julia Rojas del
Ateneo de Caracas, cuando aún no había sido expulsado de su sede por el
gobierno rojo. Tan intensa fue la presión del público (más de mil personas
habían llamado solicitando cupo y el aforo era sólo para 400) que decidimos
mudarla a la Sala Ríos Reyna del Complejo Cultural Teresa Carreño. Aún no había
sido convertido en el centro de convenciones del PSUV. Logramos un acuerdo con
Isaac Chocrón, su director. Sólo había dos problemas: cómo conseguir y costear
dos mil equipos de traducción simultánea y cómo imprimir mil 600 programas de
mano más. En el más puro estilo venezolano, tan bueno para las emergencias y
los operativos, las dos cosas fueron resueltas de inmediato.
A los
organizadores nos preocupaba, sin embargo, que el tema elegido por Eco, una
reflexión sobre la verdad histórica y verdad literaria en la relación entre
París y Los Tres Mosqueteros de Alexander Dumas, fuera demasiado especializada.
Pero el público, que hizo cola desde tres horas antes para acceder a la sala,
se mantuvo atento hasta el final; asistía con la veneración de quien escucha un
oficio religioso porque, lo entendimos después, lo importante era escuchar y
ver a Eco, no entender lo que estaba diciendo. Estábamos ante un superstar de
la cultura y la gente le pedía autógrafos sobre el programa de mano. Eco lo
hizo con gusto, hasta que se agotó físicamente.
♦♦♦
La gira fue
todo un éxito. Los diarios, que para entonces eran muchos, no oficialistas y
con extensas páginas dedicadas al tema cultural, reseñaban a página entera sus
intervenciones. Tanto la de Caracas como la de Mérida y la de Maracaibo.
Nuestro invitado cumplía su papel de vedette intelectual a cabalidad. Era un
verdadero trabajo ser Umberto Eco las veinticuatro horas del día. Las autoridades
de la UCV hicieron de guías en la visita a la Plaza Cubierta, la Biblioteca y
el Aula Magna. En la Librería Ludens tratamos de pasar desapercibidos, pero
unos lectores lo reconocieron y agotaron los pocos ejemplares de sus libros que
habían en oferta. Eco se los firmó amablemente.
Hasta que
una noche logró deshacerse de su rol. Luego de un brindis en una casa del
Country Club, ofrecido por la Asociación Emilia Romagna, coauspiciante de la
gira, el semiólogo nos pidió que lo llevásemos a un lugar lo más cotidiano
posible. “Donde ustedes irían un día de oficina”, dijo. Así que nos fuimos a
una pequeña tasca de La Candelaria, cuando la delincuencia aún no se había
ensañado con la ciudad. La Candelaria, hay que decirlo, era mariscos, vino y
alegría hasta el amanecer.
Esa noche
estuvo radiante. Nos habló largamente sobre su proyecto de digitalizar libros
que se estaban destruyendo por la calidad del papel. Compartió sus teorías
sobre cómo el formato libro persistiría, pese a la revolución digital. Pensaba
que con Internet lo que iba a cambiar era la forma de impresión. El libro
viajaría por la red y cada quien lo imprimiría en su casa. Por supuesto, para
entonces nadie imaginaba las tabletas, el kindle ni el libro electrónico.
El
restaurante estaba copado. Una madre y dos hijas veinteañeras esperaban mesa.
La nuestra era de seis asientos y les ofrecimos compartirla. Obviamente no
sabían quién era nuestro acompañante. Lo asumieron como un turista italiano de
viaje y comenzaron una sabrosa conversación que pasó por la revista Hola, el
clásico “¿Primera vez en Venezuela?¨, las mejores maneras de preparar la pasta,
las canciones de Mina y otras tantas nimiedades que concentraban la atención de
nuestro visitante.
Estaba
feliz; por primera vez en tres días no tenía que hacer de Umberto Eco.
No quería
irse. Pidió otra ronda de vino para todos y al final nos agradeció efusivamente
ese gran momento.
♦♦♦
La última
vez que lo vi de nuevo en el Aeropuerto de Maiquetía venía de Maracaibo. Esta
vez fui solo a recogerlo en el terminal nacional para llevarlo al internacional
desde donde saldría para Roma. Ahora estaba con su esposa que había llegado
después. Seguía intranquilo con el tema Berlusconi y estaba apresurado sobre la
hora de partida, pero muy jovial.
Atento a
las normas del lugar común, le pregunté qué cosa le había impresionado más de
este viaje a Venezuela. Sin titubear me respondió: “La visita a Juan Félix
Sánchez”. Le pregunté cómo había llegado allí. Me contó que en su visita a
Mérida había visto un bello libro sobre el artista del páramo. Se
impresionó con su obra “que hablaba de Gaudi sin pronunciarlo”,
dijo. Tanto que pidió conocerlo. Lo llevaron a un pueblito muy pequeño. A una
casa muy modesta. Y en un cuarto casi a oscuras lo recibió un anciano en su
lecho de enfermo.
“Era él.
Apena si hablamos”, dijo sonreído.
Entonces se explayó: “Me preguntó si yo era italiano. Le dije que sí. Me
habló de un accidente en la rodilla del Papa. Le dije que todavía caminaba con
dificultad. Me pidió que si veía al Papa le diera un saludo de su parte. Y yo
se lo prometí”. No hablaron más. Permanecieron unos diez o quince minutos en
silencio y Eco no pudo siquiera despedirse porque el artista anciano dormitaba.
Ya era hora
de entrar a migración y remató apresuradamente: “Sólo por haber visto el mural
de Léger y los móviles de Calder en la obra de Villanueva valió la pena este
viaje. ¡Ah, y por conocer a Juan Félix Sánchez! No siempre tiene uno
oportunidad de pasar un rato con un genio”.
Ahora que
sabemos de la muerte de Umberto Eco, pienso en su frase final. No siempre tiene uno la oportunidad de pasar
un rato, y mejor aún, varios, con un genio.