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fundamentalmente lo espontaneo, sin cortapisa alguna , ni falsos formalismos, ni tapar, ni disfrazar la verdad

apartando la hipocresía, la simulación, los intereses creados. También lo que se venga en gana, con respeto
por supuesto, si cabe y es merecido....

jueves, 28 de enero de 2016

CONVERSACION CON EL HUMORISTA LANDRU




“Las chicas de hoy, si un señor las invita a  tomar copetines, creen que es algo malo”
   
EL BLOG OPINA:
                                        Sencillamente genial, un hombre quien acaba de cumplir 93 años y que el año pasado publicó el libro "El que no se ríe es un maleducado" que trata de sus principales obras a lo largo del siglo XX. Un jodedor con talento, elegancia, buen gusto y por sobre todo que supo reirse de todo el mundo, empezando por sí mismo. Esta nota tiene recuerdos de una época inolvidable, sobre todo  para nosotros, que ya pasamos lo 70.  Es un honor para el blog publicarla luego de los 17 años en que fuera escrita por Ana Larravide y publicada en "Página 12" de Buenos Aires.


                                                        Tiene nombre de rey, apellido de calle y seudónimo de criminal. Juan Carlos Colombres, “Landrú”, mantiene la capacidad de asombro y la sana costumbre de reírse de sí mismo. En una larguísima entrevista con Página/12 repasó su vida y su obra, pintó un fresco del último medio siglo, se río bastante y dijo que no podría leer esta nota. Este fin de semana, “a los 76 y me llevo uno”, se fue en “viaje de placer”.

Por Ana Larravide

Se acerca sonriendo, con una enorme linterna en la mano. “¿Parezco Diógenes, ¿no?... En casa hay apagón, no podemos levantar las cortinas porque tienen un motorcito eléctrico. Así que estamos como en una catacumba. Vamos aquí a la vuelta, a tomar algo, que allí tienen aire acondicionado”. Landrú el dibujante, Landrú el ingenioso, Landrú el que ha radiografiado a diario, en cuadritos de 10 x 10, la vida y milagros de los argentinos, ya en el bar, deja a un lado su descomunal linterna, toma agua mineral con la misma elegancia que si se tratara de champán y con estilo mundano y esa voz algo ronca que antes se llamaba pituca o distinguida (no “cheta”) regala su historia.
–Su lápiz ha cumplido medio siglo haciendo historia.
–¡Uy, sí...! Desde el año ‘49 o ‘50. Yo dibujaba en esa época en una revista que se llamaba Aquí está, de la editorial Sopena. Por entonces conocí a Wimpi.
–El humorista uruguayo.
–Fue un maestro. Todavía hojeo ahora El gusano loco sin dejar de admirarlo. Wimpi trabajaba en Vea y Lea que era, por entonces, la mejor revista argentina. Antes lo había sido El Hogar. Wimpi tenía una sección que se llamaba “Puntos de Vista”. Se levantaba a las 6 de la mañana, trabajaba hasta las seis de la tarde y hacía cuatro o cinco libretos de radio (no había televisión entonces) muy buenos. Y hablaba por radio. Lo que escribía en su sección “Puntos de Vista” se lo ilustraba yo. Fui a su casa. Cuando me presentó a su mujer, me dijo: “Ella es Caracol”. Me pareció tan gracioso que no pude dejar de preguntarle: “¿Por qué le decís Caracol?”. “Porque lleva la casa”. Wimpi tuvo conmigo un gesto muy bueno. Se fue de viaje y pidió licencia. Me pidieron que “Puntos de Vista”, además de dibujarla, la escribiera yo. Cuando Wimpi volvió, le gustó tanto que les dijo: “La hace mejor que yo”. Y me la dejó.
–¿Y después?
–Después dibujé allí una página que se llamaba ¡Oh, la femme!... aquellos chistes de “señoras gordas” que confunden todo. No gordas porque lo fueran, sino por apoltronadas y desubicadas: que podrían confundir a Miguel Angel con Luis Miguel, por ejemplo, y que viven diciendo pavadas.
–Que usted caza al vuelo.
–Siempre me gustó observar, escuchar.... mi padre me llevaba al Luna Park, a ver box. Yo tendría doce años. Me divertía oyendo lo que decía el público. Como uno que, en vez de decir ¡qué hematoma!, por el ojo violeta de un boxeador, dijo: “Huy, qué otomana!”. Todas esas cosas yo las escuchaba y las iba filtrando. También, muchas cosas que decía mi padre, que tenía un fino sentido del humor.
–¿Cuándo hizo su primer dibujo como profesional?
–En 1945, en la revista de Lino Palacio, Don Fulgencio.
–¿En qué año se empezó a publicar Tía Vicenta?
–En 1957.
–¿Cuándo la cerraron?
–En 1966. La cerró Onganía. Pero me hizo un bien: fue muy comentado ese cierre. A los dos años me dieron en Estados Unidos el premio Moores-Cabot. Casualmente yo, a Onganía, que usaba un bigotazo, solía dibujarlo como una morsa. Cuando me dieron ese premio, yo le decía el premio Morsa-Cabot.
–¿Usted le puso ese sobrenombre a Onganía?
–No. Se lo decían sus íntimos. Al que le puse “La Tortuga” fue a Illia, al que apreciaba mucho y del que era muy amigo. Se lo puse por su modo de ser, calmo, por lo arrugadito (... yo decía que era arrugadito porque había nacido en Pergamino). Tomaba té de peperina. Se le hacían bromas por cosas así. Era un hombre digno. A Alsogaray le puse “El Chanchito”.
–¿Qué es esta manía zoológica?
–No sé por qué costumbre... Fijate que a Yrigoyen le decían El Peludo. A Roca, El Zorro. Después, a los contrarios a Perón, se les empezó a decirgorilas. Ese nombre fue un invento de Aldo Camarotta (como parodia de la película Mogambo, donde cada vez que pasaba algo, algún ruido, alguien decía “¡Deben ser los gorilas!”), entonces, cada vez que se rumoreaba que habría un golpe contra Perón, se decía “deben ser los gorilas”.
–¿Qué recuerdos tiene de la época de Illia?
–Había una libertad de prensa total. ¿Sabés cuál fue su problema? En las elecciones que él ganó estaba prohibido votar al peronismo. Sacó el 25 por ciento y el resto no lo apoyó. Balbín no quiso ser candidato. Sabía que el radicalismo iba a tener muy pocos votos reales. Entonces la UCR designó como candidato a Illia. Y bueno, ya en el gobierno Illia destituyó al comandante en jefe del Ejército, que era Onganía. (En ese momento yo hice una tapa para Tía Vicenta con un juego de palabras en base a las dos grandes estaciones de trenes de Buenos Aires: dibujé a Onganía con valijas “pánico en Constitución, Onganía en Retiro”.) ¡Uhhh..! a los tres meses Onganía dio el golpe. ¿Querés otro café?
–¿De dónde viene su amor por los juegos de palabras?
–A mi padre le gustaban los juegos de palabras, los refranes. A mí, desde bastante chico, empezó a gustarme dar vuelta las frases. Convertir aquello del sargento Cabral, “¡Viva la patria aunque yo perezca!”, en “¡Viva Lautaro aunque yo Murúa!” o decir que “Antes de que se inventara el sillón de Rivadavia los presidentes gobernaban de pie”.
–¿No puede parar de hacer chistes?
–Me gusta mucho mecharlos en la conversación. Pero no los prefabricados. Me gustan los que surgen en el diálogo con las personas, si viene al caso. Rara vez no es así, hay algo en mí que relaciona algo gracioso con casi todo lo que estamos diciendo. Hay personas que no están muy seguras de si hablo en serio o en broma, si, serio, digo, por ejemplo, “Antes de inventarse la pólvora las noticias corrían como reguero, nomás”.
–¿Siempre fue, el humor, su trabajo?
–No. Cuando tenía veinte años, estudiaba arquitectura. Y trabajaba en una repartición de aeronáutica como empleado civil. Después, en 1943, entré en Tribunales, donde trabajé seis años. Tribunales me enseñó mucho. ¡Lo que uno conoce la vida en un juzgado de instrucción en lo criminal! Ahí pasaban asesinos, ladrones, violadores. Me daban para investigar un sumario y yo tomaba declaración indagatoria, hacía careos, juntaba informes, hacía presunciones. Al final descubría algunos casos. Aprendí mucho del lenguaje jurídico. Me gustan mucho los lenguajes que hay dentro del lenguaje, el de los abogados, el de los médicos, el lunfardo. Una vez me quisieron hacer miembro de la Academia del Lunfardo. Pero había que ir los sábados a la tarde. Yo los sábados trabajo toda la tarde. Después, salgo. Y el domingo, trabajo. Casi es el día en que más trabajo, porque entrego varios chistes a la revista Gente y al diario Clarín. Hago una sección de cocina, “Landrú a la pimienta” y otra de turismo, “Landrú Travel”. En fin, aquella época en Tribunales me entrenó mucho en percibir a la gente y su forma de expresarse.
–¿Fue por su paso por Tribunales que eligió como sinónimo el nombre de Landrú, el criminal?
–No. Me lo puso otro dibujante, Faruk: según él, yo, con barba (la usé un tiempo) era igualito al verdadero Landrú. Empecé a dibujar, en ese tiempo, en Vea y Lea. Una vez precisé una licencia y fui a hablar con el secretario de la Corte Suprema, que era quien las daba. Un gordo inmenso, González del Solar. El hijo ¿o el nieto? ahora, es periodista.
–Nicanor González del Solar.
–Cronista de rugby ¿no? Bueno, el abuelo, cuando le dije que precisaba la licencia para dibujar, me preguntó: “¿Y cómo firma usted?”. “Landrú”. contesté. “Yo soy levantador de pesas, ¿podría hacerme una caricatura?”, me respondió. Se la hice y me dio la licencia. Hasta el día de hoy sigo usando en algunos chistes el dibujo del levantador de pesas.Durante esa licencia me dediqué a recorrer revistas. Me acomodé en trece revistas. Algunas semanales, otras quincenales.
–Qué capacidad de trabajo.
–¡Ah sí, sí!
–Pero nunca ha dejado de encontrar tiempo para la diversión y los viajes.
–También. En los lugares donde viajo me gusta conocer las costumbres del pueblo, seguirlas. Comer la comida que comen. Cuando estuve en Africa, sin saberlo, comí hormigas. Fijate que eran unos palitos salados que nos dieron en Ciudad del Cabo cuando pedimos cerveza. Unas hormigas grandes, que las resecan al sol y después las salan.
–¿Eran ricas?
–Tenían rico gusto, como a langostinos. Una vez, en Córdoba, a los nueve años, fui antropófago. Resulta que estábamos almorzando, había puchero y notamos un gusto dulzón a la carne. Llamamos a la cocinera: “Lucía, ¿le puso azúcar?”. “No, no”, nos dice. A la tarde fuimos al pueblo en auto –el pueblo se llamaba Los Cocos– y vemos que en la carnicería al carnicero –Riga, me acuerdo que se llamaba– lo llevaban preso: había matado a un tipo y lo había cortado en pedacitos.
–Ay.
–Seguro que nos lo comimos. Cuando muchos años después vi Mondo cane, me encontré con cosas sorprendentes para uno. Aunque yo a veces me he encontrado viviéndolas. Una vez comí cucarachas rellenas.
–¿Dónde?
–Aquí, en Buenos Aires. En un lugar donde la gente iba con smoking, en Belgrano. Se llamaba Sí. Fui una noche, el menú decía “Hoy, cucarachas”. Pedí y probé. No me gustaron... tenían un gustito... estaban como hechas a la villeroi. Pero, no. No me gustaron.
–Sólo después de probar las cosas, dice que no.
–Si es posible, prefiero probar.
–Cuénteme más de Africa.
–La conozco bastante. Fui allí con Miguel Brascó, en la época en que los dos dibujábamos en Tía Vicenta. Una vez casi nos matan. En Transkey, que es como una provincia chiquita dentro de Sudáfrica, cerca de Durban... Teníamos un auto y atravesamos esa zona. Todos negros. Veíamos, al pasar, a los curanderos vendiendo cositas, polvitos... En eso el auto se nos para, se nos ahoga. De las chozas, desde una especie de lomita, empiezan a bajar quinientos, seiscientos negros. “Subamos las ventanillas”, dijimos.
Nos rodearon y golpeaban el auto gritando “¡Vasela, vasela!”. De pronto, se habrá corrido una basurita en el carburador, arrancó el auto, con gran alivio nuestro y gran furia de los negros, que se quedaron gritando. Al pasar la lomita y ver más de cerca las chozas vimos ruedas de auto colgadas, patentes... Cuando llegamos a Durban, preguntamos qué quería decir “Vasela”. “Entréguense”, nos tradujeron. Eso era lo que decían mientras casi nos rompen el vidrio del auto.
–Así que esos caníbales con un hueso atravesado en el moño que aparecen a veces en sus dibujos están en su memoria, no son imaginarios.
–Más que imaginar, uno conecta la memoria con situaciones nuevas. Se mezcla todo. En Ciudad del Cabo, una vez, nos detuvimos en un parador. Se acercaban mucho unos monos, que ellos llaman baboons que en español se llaman babuinos. Miden como un metro y medio de alto. El guía nos dijo que roban niños. Yo pensé si no andaría por ahí el origen de la leyenda de Tarzán. Cuando volvíamos de ese lugar, en avioneta (el aviador se orientaba con mapas), nos perdimos. El viaje a Johannsburgo era de una hora y ya hacía tres horas que volábamos. El aviador nos dijo que se nos podía acabar el combustible. ¿Aterrizábamos? Pero si aterrizábamos ahí, a la noche nos comían las fieras. Brascó estaba tirado, verde. Otro muchacho que viajaba con nosotros, periodista de Play Boy, también verde. Yotampoco estaba contento, aunque no desesperado. De pronto pudo captar la radio, el aviador: nos hizo una seña como de “ya vamos bien” y retomó la dirección. Pero fue una hora de angustia.
–¡Si tuviéramos en cuenta las cartas astrales, usted debe tener lo que se dice buena estrella!
–¡Me hicieron, sí, una carta astral! Me la hizo el primer astrólogo que hubo en la Argentina. Francisco Mujía Jackson. Cuando yo trabajaba en Tía Vicenta me fue a ver porque él tenía ganas de colaborar allí. Además, era experto en jazz. Me llevó mi carta astral: “No viajes –me dijo– esta semana. Porque vos vas a viajar...”.”Sí –reconocí, yo acababa de comprarme una camioneta, una estanciera–, pienso irme a Mar del Plata.”
“No vayas. Vas a tener un accidente y te rompés las piernas. Está en tu carta astral. En cambio, yo voy a hacer un negocio bárbaro, me voy a llenar de plata”. “ Tengo que ir. Mi familia me está esperando”, contesté, y me fui preocupado, despacito. Pasé cinco días en Mar del Plata. Volví. Y, nada. Al llegar lo llamé por teléfono para tomarle el pelo. Y me dicen: “Murió anoche”. ¿Qué querés que te diga de los astrólogos? Habrá mirado mal por el telescopio el pobre.
–¿Nunca sufrió un accidente?
–Uno serio en mi mano, que ahora ya está bien. Aunque, para siempre, tendré que ejercitarla con una banda elástica. Fue un asalto. Se me quemaron todos los nervios, se me rompieron todos los huesos con un balazo. Me la reconstruyeron con cuatro clavos. Por suerte las cabezas de los nervios no se quemaron, crecieron, como una planta.
–¿Cómo fue?
–El asaltante fue “el concubino de la mucama”, para hablar en los términos del informe. En mi casa. Me apuntó, me encandiló con su linterna y dijo, como en las películas:
–¡Esto es un asalto!
–¿Y a mí qué me importa? –le dije yo.
–¡Pero yo soy el ladrón!
–Y yo no me considero asaltado.
–¡Dame la plata!
–No te doy nada.
–Te voy a matar.
–Si me matás, ¿quién te va a dar algo? El ladrón transpiraba. Dio la casualidad que pasó una patrulla con sirena. Se puso nervioso, pegó un tiro, con silenciador (que suena como una botella de champán), instintivamente levanté la mano para protegerme, resbalé y el tiro me dio en la mano derecha. Temí no poder dibujar más.
–Un genio, el cirujano.
–Es un muchacho de unos cuarenta y tantos años. Me dijo que yo le hacía recordar a su padre. Me emocionó que me dijera eso. Después le regalé, cuando pude hacerlo, mi primer dibujo, agradeciendo su pericia.
–¿Qué dibujó?
–Un médico que le habla a la paciente que está detrás del biombo.
“Señorita ¿ya se sacó la ropa?”. “Yo sí, doctor ¿y usted?”. Le encantó. Gracias a él puedo seguir garabateando, que es mi modo de ganarme la vida.
–¿Cuáles eran los lugares más lindos, más divertidos de la noche porteña en las décadas del 50, el 60...?
–¿En Buenos Aires? ¡UuUuuuhhh!
–¡Lugares para tomar copetines!
–Ah, conocés palabras antiguas. Las chicas de hoy, si un señor las invita a tomar copetines, creen que es algo malo –se ríe.
Mirá. Acá en Buenos Aires, en Olivos, era la zona donde estaban todas las boites: Reviens, L’hirondelle, Sunset... al lado de Reviens había otra que se llamaba Fantasio...
–¿Eran muy distintas de las discotecas de ahora?
–Distinto, sí. Se podía conversar. Yo fui uno de los promotores de la boite Mau Mau.
–En Arroyo, la única calle curva del centro.
–”El codo elegante de Buenos Aires”. Mau Mau la hicieron los mellizos Lata Liste.
–Cerró hace unos tres años, ¿no?
–Sí. Fue toda una época. Había otra que se llamaba Costa Norte, en Núñez. Un muchacho, Fernández de Bobadilla la dirigía. El lo asesoró a Lata Liste, y este otro muchacho, que fue marido de Susana Giménez y de esa cantante, ¿cómo se llama?
–¿Valeria Lynch? ¿Héctor Cavallero?
–El. Era una especie de secretario mío en Tía Vicenta, me traía informes. Un día me dijo: “Se va a inaugurar Mau Mau en Buenos Aires, una boite única, una de las mejores del mundo, con un sonido espectacular. Con un portero que no va a dejar entrar a la gente que no le guste”. Se llamaba Fraga, el portero. De cada diez personas, a una, no la dejaba entrar. Era su táctica. Porque sí. Para fomentar la fama de exclusividad. Se puso de moda Mau Mau. Era muy linda.
Después, también, había una cantidad de restaurantes, de lugares para elegir... La gente iba y se encontraba. Te encontrabas con tus amigos. Divito, que era muy amigo mío, puso una boite que se llamaba Zoom Zoom. Yo iba mucho.
–¿Es buen bailarín?
–Ah, sí, sí. Me gusta mucho el tango, la milonga, la música tropical, que ahora le dicen salsa. A Celia Cruz la conocí en el año ‘59, cuando poca gente la había escuchado en Buenos Aires. Viajé en ese año a Estados Unidos. Después pasé por Puerto Rico y allí compré discos de ella, con La Sonora Matancera. Con Tito Puente.
Me encanta la música portorriqueña, que es la espléndida bomba... El merengue de Santo Domingo, la cumbia de Colombia, el tamborito de Panamá (lindísimo, el tamborito)... y bueno, la pachanga, la guaracha, el guapachá, todo eso, de Cuba y los alrededores.
–¿Cómo conoce tanto de música popular?
–Tuve una orquesta, una vez, con Santos Lipesker: Los Tururú Sereneiders. Eran viejitos. Tocaban con galera... y babero. Porque yo había compuesto un personaje, Reblán, que hacía de viejito reblandecido.
Yo tenía un amigo –acababan de aparecer las medias strecht, de nylon– que las usaba con liga. Entonces yo decía: ¡este tipo está reblandecido! Así se me ocurrió el personaje Jacinto Doblebé, el Reblán. Y en el programa de Tato Bores –que yo se lo escribía en esa época– entre la actuación de Manolo de Monroe y la de Tato aparecían Los Tururú Sereneiders. Juan Caldarella –el autor del tango “Canaro en París”–, que es buenísimo, tocaba el serrucho con un arco de violín (sonaba rarísimo).
–Fueron los antepasados de Les Luthiers.
–¿Cómo? Si... sí... con instrumentos hechos por ellos... con humor, tenés razón. Hacían una música que se llamaba “Chipi, Chipi, Tururú”.
–¿No era “Chipi Chipi, Bang Bang”?
–Esa era otra. Esta era el “Chipi, Chipi, Tururú”. El chipi, chipi es mejicano. Se había puesto de moda. Después saqué el chipi chipi “El manotón”.
–¿Pero usted los componía?
–Yo escribía la letra. Lipesker escribía la música –era un gran músico– y hacía los arreglos. El tenía muchas orquestas. Te digo, “El manotón” se hizo muy popular.
–¿Cómo era el estribillo?
–”El mano, mano, el manotón/ cuidado ‘mano con el manotón”. Y seguía, hablando de una chica que iba al cine, todo con doble sentido. Ese año yohabré hecho como diez temas: “La muña, muña”, otro que se llamaba “Fuerte de caderas”...
–¿Cómo era ¡por favor! “Fuerte de caderas”?
–¡No me acuerdo! –y se mata de risa– Eran temas que divertían a la gente. ¡Si te digo que ese año, en Sadaic (la sociedad de autores) salí tercero! Creo que el primero, ese año, fue Canaro, el segundo Palito Ortega... y el tercero ¡fui yo! Le había hecho una apuesta a Miguel Brascó: que iba a ganar plata –le dije– con una sola palabra. En medio del chipi chipi paraba la orquesta y Juan Caldarella decía: “¡Trácate!”. Gané la apuesta. “Trácate” se convirtió en un personaje de los Tururú: un viejito al que le gustaban las mulatas y salir... y al mismo tiempo era un funcionario importante. Yo miraba todo lo que hacían los viejos: cuando oyen un compás que les gusta, tamborilean con los dedos en la mesa, o silban en seco: “Tss, tsss, tss...” y proponía que lo hicieran los Tururú. En cambio los jóvenes, entonces, llevaban el compás, así, a lo grulla, adelantando el cuello y sacando la mandíbula: para adelante, para atrás. Yo me reía mucho observando todo eso en los lugares donde iba.
–¿Y en los que vas ahora?
–También me divierto mucho.
–¿Cuántos años tenés, Landrú?

–¡Setenta y seis... y me llevo uno! –y vuelve a reírse.

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