“Las chicas
de hoy, si un señor las invita a tomar
copetines, creen que es algo malo”
EL BLOG OPINA:
Sencillamente genial, un hombre quien acaba de cumplir 93 años y que el año pasado publicó el libro "El que no se ríe es un maleducado" que trata de sus principales obras a lo largo del siglo XX. Un jodedor con talento, elegancia, buen gusto y por sobre todo que supo reirse de todo el mundo, empezando por sí mismo. Esta nota tiene recuerdos de una época inolvidable, sobre todo para nosotros, que ya pasamos lo 70. Es un honor para el blog publicarla luego de los 17 años en que fuera escrita por Ana Larravide y publicada en "Página 12" de Buenos Aires.
Sencillamente genial, un hombre quien acaba de cumplir 93 años y que el año pasado publicó el libro "El que no se ríe es un maleducado" que trata de sus principales obras a lo largo del siglo XX. Un jodedor con talento, elegancia, buen gusto y por sobre todo que supo reirse de todo el mundo, empezando por sí mismo. Esta nota tiene recuerdos de una época inolvidable, sobre todo para nosotros, que ya pasamos lo 70. Es un honor para el blog publicarla luego de los 17 años en que fuera escrita por Ana Larravide y publicada en "Página 12" de Buenos Aires.
Tiene
nombre de rey, apellido de calle y seudónimo de criminal. Juan Carlos
Colombres, “Landrú”, mantiene la capacidad de asombro y la sana costumbre de
reírse de sí mismo. En una larguísima entrevista con Página/12 repasó su vida y
su obra, pintó un fresco del último medio siglo, se río bastante y dijo que no
podría leer esta nota. Este fin de semana, “a los 76 y me llevo uno”, se fue en
“viaje de placer”.
Por Ana
Larravide
Se acerca sonriendo, con una enorme linterna en la mano. “¿Parezco Diógenes, ¿no?... En casa hay apagón, no podemos levantar las cortinas porque tienen un motorcito eléctrico. Así que estamos como en una catacumba. Vamos aquí a la vuelta, a tomar algo, que allí tienen aire acondicionado”. Landrú el dibujante, Landrú el ingenioso, Landrú el que ha radiografiado a diario, en cuadritos de
–Su lápiz
ha cumplido medio siglo haciendo historia.
–¡Uy,
sí...! Desde el año ‘49 o ‘50. Yo dibujaba en esa época en una revista que se
llamaba Aquí está, de la editorial Sopena. Por entonces conocí a Wimpi.
–El
humorista uruguayo.
–Fue un
maestro. Todavía hojeo ahora El gusano loco sin dejar de admirarlo. Wimpi
trabajaba en Vea y Lea que era, por entonces, la mejor revista argentina. Antes
lo había sido El Hogar. Wimpi tenía una sección que se llamaba “Puntos de
Vista”. Se levantaba a las 6 de la mañana, trabajaba hasta las seis de la tarde
y hacía cuatro o cinco libretos de radio (no había televisión entonces) muy
buenos. Y hablaba por radio. Lo que escribía en su sección “Puntos de Vista” se
lo ilustraba yo. Fui a su casa. Cuando me presentó a su mujer, me dijo: “Ella
es Caracol”. Me pareció tan gracioso que no pude dejar de preguntarle: “¿Por
qué le decís Caracol?”. “Porque lleva la casa”. Wimpi tuvo conmigo un gesto muy
bueno. Se fue de viaje y pidió licencia. Me pidieron que “Puntos de Vista”,
además de dibujarla, la escribiera yo. Cuando Wimpi volvió, le gustó tanto que
les dijo: “La hace mejor que yo”. Y me la dejó.
–¿Y
después?
–Después
dibujé allí una página que se llamaba ¡Oh, la femme!... aquellos chistes de
“señoras gordas” que confunden todo. No gordas porque lo fueran, sino por
apoltronadas y desubicadas: que podrían confundir a Miguel Angel con Luis
Miguel, por ejemplo, y que viven diciendo pavadas.
–Que usted
caza al vuelo.
–Siempre me
gustó observar, escuchar.... mi padre me llevaba al Luna Park, a ver box. Yo
tendría doce años. Me divertía oyendo lo que decía el público. Como uno que, en
vez de decir ¡qué hematoma!, por el ojo violeta de un boxeador, dijo: “Huy, qué
otomana!”. Todas esas cosas yo las escuchaba y las iba filtrando. También,
muchas cosas que decía mi padre, que tenía un fino sentido del humor.
–¿Cuándo
hizo su primer dibujo como profesional?
–En 1945,
en la revista de Lino Palacio, Don Fulgencio.
–¿En qué
año se empezó a publicar Tía Vicenta?
–En 1957.
–¿Cuándo la
cerraron?
–En 1966.
La cerró Onganía. Pero me hizo un bien: fue muy comentado ese cierre. A los dos
años me dieron en Estados Unidos el premio Moores-Cabot. Casualmente yo, a
Onganía, que usaba un bigotazo, solía dibujarlo como una morsa. Cuando me
dieron ese premio, yo le decía el premio Morsa-Cabot.
–¿Usted le
puso ese sobrenombre a Onganía?
–No. Se lo
decían sus íntimos. Al que le puse “La Tortuga” fue a Illia, al que apreciaba
mucho y del que era muy amigo. Se lo puse por su modo de ser, calmo, por lo
arrugadito (... yo decía que era arrugadito porque había nacido en Pergamino).
Tomaba té de peperina. Se le hacían bromas por cosas así. Era un hombre digno.
A Alsogaray le puse “El Chanchito”.
–¿Qué es
esta manía zoológica?
–No sé por
qué costumbre... Fijate que a Yrigoyen le decían El Peludo. A Roca, El Zorro.
Después, a los contrarios a Perón, se les empezó a decirgorilas. Ese nombre fue
un invento de Aldo Camarotta (como parodia de la película Mogambo, donde cada
vez que pasaba algo, algún ruido, alguien decía “¡Deben ser los gorilas!”),
entonces, cada vez que se rumoreaba que habría un golpe contra Perón, se decía
“deben ser los gorilas”.
–¿Qué
recuerdos tiene de la época de Illia?
–Había una
libertad de prensa total. ¿Sabés cuál fue su problema? En las elecciones que él
ganó estaba prohibido votar al peronismo. Sacó el 25 por ciento y el resto no
lo apoyó. Balbín no quiso ser candidato. Sabía que el radicalismo iba a tener
muy pocos votos reales. Entonces la UCR designó como candidato a Illia. Y
bueno, ya en el gobierno Illia destituyó al comandante en jefe del Ejército,
que era Onganía. (En ese momento yo hice una tapa para Tía Vicenta con un juego
de palabras en base a las dos grandes estaciones de trenes de Buenos Aires:
dibujé a Onganía con valijas “pánico en Constitución, Onganía en Retiro”.)
¡Uhhh..! a los tres meses Onganía dio el golpe. ¿Querés otro café?
–¿De dónde
viene su amor por los juegos de palabras?
–A mi padre
le gustaban los juegos de palabras, los refranes. A mí, desde bastante chico,
empezó a gustarme dar vuelta las frases. Convertir aquello del sargento Cabral,
“¡Viva la patria aunque yo perezca!”, en “¡Viva Lautaro aunque yo Murúa!” o
decir que “Antes de que se inventara el sillón de Rivadavia los presidentes
gobernaban de pie”.
–¿No puede
parar de hacer chistes?
–Me gusta
mucho mecharlos en la conversación. Pero no los prefabricados. Me gustan los
que surgen en el diálogo con las personas, si viene al caso. Rara vez no es
así, hay algo en mí que relaciona algo gracioso con casi todo lo que estamos
diciendo. Hay personas que no están muy seguras de si hablo en serio o en
broma, si, serio, digo, por ejemplo, “Antes de inventarse la pólvora las
noticias corrían como reguero, nomás”.
–¿Siempre
fue, el humor, su trabajo?
–No. Cuando
tenía veinte años, estudiaba arquitectura. Y trabajaba en una repartición de
aeronáutica como empleado civil. Después, en 1943, entré en Tribunales, donde
trabajé seis años. Tribunales me enseñó mucho. ¡Lo que uno conoce la vida en un
juzgado de instrucción en lo criminal! Ahí pasaban asesinos, ladrones,
violadores. Me daban para investigar un sumario y yo tomaba declaración
indagatoria, hacía careos, juntaba informes, hacía presunciones. Al final
descubría algunos casos. Aprendí mucho del lenguaje jurídico. Me gustan mucho
los lenguajes que hay dentro del lenguaje, el de los abogados, el de los
médicos, el lunfardo. Una vez me quisieron hacer miembro de la Academia del
Lunfardo. Pero había que ir los sábados a la tarde. Yo los sábados trabajo toda
la tarde. Después, salgo. Y el domingo, trabajo. Casi es el día en que más
trabajo, porque entrego varios chistes a la revista Gente y al diario Clarín.
Hago una sección de cocina, “Landrú a la pimienta” y otra de turismo, “Landrú
Travel”. En fin, aquella época en Tribunales me entrenó mucho en percibir a la
gente y su forma de expresarse.
–¿Fue por
su paso por Tribunales que eligió como sinónimo el nombre de Landrú, el
criminal?
–No. Me lo
puso otro dibujante, Faruk: según él, yo, con barba (la usé un tiempo) era
igualito al verdadero Landrú. Empecé a dibujar, en ese tiempo, en Vea y Lea.
Una vez precisé una licencia y fui a hablar con el secretario de la Corte
Suprema, que era quien las daba. Un gordo inmenso, González del Solar. El hijo
¿o el nieto? ahora, es periodista.
–Nicanor
González del Solar.
–Cronista
de rugby ¿no? Bueno, el abuelo, cuando le dije que precisaba la licencia para
dibujar, me preguntó: “¿Y cómo firma usted?”. “Landrú”. contesté. “Yo soy
levantador de pesas, ¿podría hacerme una caricatura?”, me respondió. Se la hice
y me dio la licencia. Hasta el día de hoy sigo usando en algunos chistes el
dibujo del levantador de pesas.Durante esa licencia me dediqué a recorrer
revistas. Me acomodé en trece revistas. Algunas semanales, otras quincenales.
–Qué
capacidad de trabajo.
–¡Ah sí,
sí!
–Pero nunca
ha dejado de encontrar tiempo para la diversión y los viajes.
–También.
En los lugares donde viajo me gusta conocer las costumbres del pueblo,
seguirlas. Comer la comida que comen. Cuando estuve en Africa, sin saberlo,
comí hormigas. Fijate que eran unos palitos salados que nos dieron en Ciudad
del Cabo cuando pedimos cerveza. Unas hormigas grandes, que las resecan al sol
y después las salan.
–¿Eran
ricas?
–Tenían
rico gusto, como a langostinos. Una vez, en Córdoba, a los nueve años, fui
antropófago. Resulta que estábamos almorzando, había puchero y notamos un gusto
dulzón a la carne. Llamamos a la cocinera: “Lucía, ¿le puso azúcar?”. “No, no”,
nos dice. A la tarde fuimos al pueblo en auto –el pueblo se llamaba Los Cocos–
y vemos que en la carnicería al carnicero –Riga, me acuerdo que se llamaba– lo
llevaban preso: había matado a un tipo y lo había cortado en pedacitos.
–Ay.
–Seguro que
nos lo comimos. Cuando muchos años después vi Mondo cane, me encontré con cosas
sorprendentes para uno. Aunque yo a veces me he encontrado viviéndolas. Una vez
comí cucarachas rellenas.
–¿Dónde?
–Aquí, en
Buenos Aires. En un lugar donde la gente iba con smoking, en Belgrano. Se
llamaba Sí. Fui una noche, el menú decía “Hoy, cucarachas”. Pedí y probé. No me
gustaron... tenían un gustito... estaban como hechas a la villeroi. Pero, no.
No me gustaron.
–Sólo
después de probar las cosas, dice que no.
–Si es
posible, prefiero probar.
–Cuénteme
más de Africa.
–La conozco
bastante. Fui allí con Miguel Brascó, en la época en que los dos dibujábamos en
Tía Vicenta. Una vez casi nos matan. En Transkey, que es como una provincia
chiquita dentro de Sudáfrica, cerca de Durban... Teníamos un auto y atravesamos
esa zona. Todos negros. Veíamos, al pasar, a los curanderos vendiendo cositas,
polvitos... En eso el auto se nos para, se nos ahoga. De las chozas, desde una
especie de lomita, empiezan a bajar quinientos, seiscientos negros. “Subamos
las ventanillas”, dijimos.
Nos
rodearon y golpeaban el auto gritando “¡Vasela, vasela!”. De pronto, se habrá
corrido una basurita en el carburador, arrancó el auto, con gran alivio nuestro
y gran furia de los negros, que se quedaron gritando. Al pasar la lomita y ver
más de cerca las chozas vimos ruedas de auto colgadas, patentes... Cuando
llegamos a Durban, preguntamos qué quería decir “Vasela”. “Entréguense”, nos
tradujeron. Eso era lo que decían mientras casi nos rompen el vidrio del auto.
–Así que
esos caníbales con un hueso atravesado en el moño que aparecen a veces en sus
dibujos están en su memoria, no son imaginarios.
–Más que
imaginar, uno conecta la memoria con situaciones nuevas. Se mezcla todo. En
Ciudad del Cabo, una vez, nos detuvimos en un parador. Se acercaban mucho unos
monos, que ellos llaman baboons que en español se llaman babuinos. Miden como
un metro y medio de alto. El guía nos dijo que roban niños. Yo pensé si no
andaría por ahí el origen de la leyenda de Tarzán. Cuando volvíamos de ese
lugar, en avioneta (el aviador se orientaba con mapas), nos perdimos. El viaje
a Johannsburgo era de una hora y ya hacía tres horas que volábamos. El aviador
nos dijo que se nos podía acabar el combustible. ¿Aterrizábamos? Pero si
aterrizábamos ahí, a la noche nos comían las fieras. Brascó estaba tirado,
verde. Otro muchacho que viajaba con nosotros, periodista de Play Boy, también
verde. Yotampoco estaba contento, aunque no desesperado. De pronto pudo captar
la radio, el aviador: nos hizo una seña como de “ya vamos bien” y retomó la
dirección. Pero fue una hora de angustia.
–¡Si
tuviéramos en cuenta las cartas astrales, usted debe tener lo que se dice buena
estrella!
–¡Me
hicieron, sí, una carta astral! Me la hizo el primer astrólogo que hubo en la
Argentina. Francisco Mujía Jackson. Cuando yo trabajaba en Tía Vicenta me fue a
ver porque él tenía ganas de colaborar allí. Además, era experto en jazz. Me
llevó mi carta astral: “No viajes –me dijo– esta semana. Porque vos vas a
viajar...”.”Sí –reconocí, yo acababa de comprarme una camioneta, una
estanciera–, pienso irme a Mar del Plata.”
“No vayas.
Vas a tener un accidente y te rompés las piernas. Está en tu carta astral. En
cambio, yo voy a hacer un negocio bárbaro, me voy a llenar de plata”. “ Tengo
que ir. Mi familia me está esperando”, contesté, y me fui preocupado,
despacito. Pasé cinco días en Mar del Plata. Volví. Y, nada. Al llegar lo llamé
por teléfono para tomarle el pelo. Y me dicen: “Murió anoche”. ¿Qué querés que
te diga de los astrólogos? Habrá mirado mal por el telescopio el pobre.
–¿Nunca
sufrió un accidente?
–Uno serio
en mi mano, que ahora ya está bien. Aunque, para siempre, tendré que
ejercitarla con una banda elástica. Fue un asalto. Se me quemaron todos los
nervios, se me rompieron todos los huesos con un balazo. Me la reconstruyeron
con cuatro clavos. Por suerte las cabezas de los nervios no se quemaron,
crecieron, como una planta.
–¿Cómo fue?
–El
asaltante fue “el concubino de la mucama”, para hablar en los términos del
informe. En mi casa. Me apuntó, me encandiló con su linterna y dijo, como en
las películas:
–¡Esto es
un asalto!
–¿Y a mí
qué me importa? –le dije yo.
–¡Pero yo
soy el ladrón!
–Y yo no me
considero asaltado.
–¡Dame la
plata!
–No te doy
nada.
–Te voy a
matar.
–Si me
matás, ¿quién te va a dar algo? El ladrón transpiraba. Dio la casualidad que
pasó una patrulla con sirena. Se puso nervioso, pegó un tiro, con silenciador
(que suena como una botella de champán), instintivamente levanté la mano para
protegerme, resbalé y el tiro me dio en la mano derecha. Temí no poder dibujar
más.
–Un genio,
el cirujano.
–Es un
muchacho de unos cuarenta y tantos años. Me dijo que yo le hacía recordar a su
padre. Me emocionó que me dijera eso. Después le regalé, cuando pude hacerlo,
mi primer dibujo, agradeciendo su pericia.
–¿Qué
dibujó?
–Un médico
que le habla a la paciente que está detrás del biombo.
“Señorita
¿ya se sacó la ropa?”. “Yo sí, doctor ¿y usted?”. Le encantó. Gracias a él
puedo seguir garabateando, que es mi modo de ganarme la vida.
–¿Cuáles
eran los lugares más lindos, más divertidos de la noche porteña en las décadas
del 50, el 60...?
–¿En Buenos
Aires? ¡UuUuuuhhh!
–¡Lugares
para tomar copetines!
–Ah,
conocés palabras antiguas. Las chicas de hoy, si un señor las invita a tomar
copetines, creen que es algo malo –se ríe.
Mirá. Acá
en Buenos Aires, en Olivos, era la zona donde estaban todas las boites:
Reviens, L’hirondelle, Sunset... al lado de Reviens había otra que se llamaba
Fantasio...
–¿Eran muy
distintas de las discotecas de ahora?
–Distinto,
sí. Se podía conversar. Yo fui uno de los promotores de la boite Mau Mau.
–En Arroyo,
la única calle curva del centro.
–”El codo
elegante de Buenos Aires”. Mau Mau la hicieron los mellizos Lata Liste.
–Cerró hace
unos tres años, ¿no?
–Sí. Fue
toda una época. Había otra que se llamaba Costa Norte, en Núñez. Un muchacho,
Fernández de Bobadilla la dirigía. El lo asesoró a Lata Liste, y este otro
muchacho, que fue marido de Susana Giménez y de esa cantante, ¿cómo se llama?
–¿Valeria
Lynch? ¿Héctor Cavallero?
–El. Era
una especie de secretario mío en Tía Vicenta, me traía informes. Un día me dijo:
“Se va a inaugurar Mau Mau en Buenos Aires, una boite única, una de las mejores
del mundo, con un sonido espectacular. Con un portero que no va a dejar entrar
a la gente que no le guste”. Se llamaba Fraga, el portero. De cada diez
personas, a una, no la dejaba entrar. Era su táctica. Porque sí. Para fomentar
la fama de exclusividad. Se puso de moda Mau Mau. Era muy linda.
Después,
también, había una cantidad de restaurantes, de lugares para elegir... La gente
iba y se encontraba. Te encontrabas con tus amigos. Divito, que era muy amigo
mío, puso una boite que se llamaba Zoom Zoom. Yo iba mucho.
–¿Es buen
bailarín?
–Ah, sí,
sí. Me gusta mucho el tango, la milonga, la música tropical, que ahora le dicen
salsa. A Celia Cruz la conocí en el año ‘59, cuando poca gente la había
escuchado en Buenos Aires. Viajé en ese año a Estados Unidos. Después pasé por
Puerto Rico y allí compré discos de ella, con La Sonora Matancera. Con Tito
Puente.
Me encanta
la música portorriqueña, que es la espléndida bomba... El merengue de Santo
Domingo, la cumbia de Colombia, el tamborito de Panamá (lindísimo, el
tamborito)... y bueno, la pachanga, la guaracha, el guapachá, todo eso, de Cuba
y los alrededores.
–¿Cómo
conoce tanto de música popular?
–Tuve una
orquesta, una vez, con Santos Lipesker: Los Tururú Sereneiders. Eran viejitos.
Tocaban con galera... y babero. Porque yo había compuesto un personaje, Reblán,
que hacía de viejito reblandecido.
Yo tenía un
amigo –acababan de aparecer las medias strecht, de nylon– que las usaba con
liga. Entonces yo decía: ¡este tipo está reblandecido! Así se me ocurrió el
personaje Jacinto Doblebé, el Reblán. Y en el programa de Tato Bores –que yo se
lo escribía en esa época– entre la actuación de Manolo de Monroe y la de Tato
aparecían Los Tururú Sereneiders. Juan Caldarella –el autor del tango “Canaro
en París”–, que es buenísimo, tocaba el serrucho con un arco de violín (sonaba
rarísimo).
–Fueron los
antepasados de Les Luthiers.
–¿Cómo?
Si... sí... con instrumentos hechos por ellos... con humor, tenés razón. Hacían
una música que se llamaba “Chipi, Chipi, Tururú”.
–¿No era
“Chipi Chipi, Bang Bang”?
–Esa era
otra. Esta era el “Chipi, Chipi, Tururú”. El chipi, chipi es mejicano. Se había
puesto de moda. Después saqué el chipi chipi “El manotón”.
–¿Pero
usted los componía?
–Yo
escribía la letra. Lipesker escribía la música –era un gran músico– y hacía los
arreglos. El tenía muchas orquestas. Te digo, “El manotón” se hizo muy popular.
–¿Cómo era
el estribillo?
–”El mano,
mano, el manotón/ cuidado ‘mano con el manotón”. Y seguía, hablando de una
chica que iba al cine, todo con doble sentido. Ese año yohabré hecho como diez
temas: “La muña, muña”, otro que se llamaba “Fuerte de caderas”...
–¿Cómo era
¡por favor! “Fuerte de caderas”?
–¡No me
acuerdo! –y se mata de risa– Eran temas que divertían a la gente. ¡Si te digo
que ese año, en Sadaic (la sociedad de autores) salí tercero! Creo que el
primero, ese año, fue Canaro, el segundo Palito Ortega... y el tercero ¡fui yo!
Le había hecho una apuesta a Miguel Brascó: que iba a ganar plata –le dije– con
una sola palabra. En medio del chipi chipi paraba la orquesta y Juan Caldarella
decía: “¡Trácate!”. Gané la apuesta. “Trácate” se convirtió en un personaje de
los Tururú: un viejito al que le gustaban las mulatas y salir... y al mismo
tiempo era un funcionario importante. Yo miraba todo lo que hacían los viejos:
cuando oyen un compás que les gusta, tamborilean con los dedos en la mesa, o
silban en seco: “Tss, tsss, tss...” y proponía que lo hicieran los Tururú. En
cambio los jóvenes, entonces, llevaban el compás, así, a lo grulla, adelantando
el cuello y sacando la mandíbula: para adelante, para atrás. Yo me reía mucho
observando todo eso en los lugares donde iba.
–¿Y en los
que vas ahora?
–También me
divierto mucho.
–¿Cuántos
años tenés, Landrú?
–¡Setenta y
seis... y me llevo uno! –y vuelve a reírse.
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